03 Medusas en Miami

Seis años después en América…
A trescientos ochenta mil kilómetros por encima del Mar de la Tranquilidad, se encuentra la calle Ocean Drive en Miami Beach, Florida. Cualquier otro día del año hubiera sido pecado llegar tarde a comer a su casa, pero hoy, cuanto más tardaran, mejor. Isaac McRae, que viajaba en el coche con su hijo, estaba agobiado y su camisa se las veía y se las deseaba para eliminar el sudor. No es que estuviera enfermo ni que hiciera calor: había salido disgustado de la consulta del sicólogo, sorprendido por su propuesta y alterado porque debería contarle todo aquello a su mujer.
Isaac era el coordinador del diseño y construcción de los sistemas de propulsión y energía de la Arrowhead, una nave científica que enviaría la ONU más allá de Neptuno, hasta el acantilado Kuiper para averiguar «qué diablos estaba pasando», porque allí estaba pasando algo. El genio, al que intimidaban pocas cosas, se sentía fatal porque durante muchos meses no había dedicado demasiado tiempo a su familia. «El langosta», como le llamaba su equipo, había esquilmado durante los últimos años las arcas del Consorcio, y aunque valoraba como oro cada segundo de su tiempo, hoy dejaba transcurrir los minutos con la mirada perdida: se había bloqueado por segunda vez en su vida. La primera fue cuando su novia Danielle, hoy su mujer, lo llevó sin avisar a un sex shop para adquirir unas bragas masticables. Acto seguido lo arrastró a una cabina privada, cerró la puerta y lo sentó de un empujón en una de las dos butacas. La hasta entonces comedida Danielle se deshizo de la ropa, se puso las braguitas y apoyando un zapato en el pecho de Isaac susurró:
—¿Te gustan mis braguitas?
—Sí…í —dijo él con la boca seca.
—¡Pues te las vas a comer!
Fue oír aquello y desatarse un infierno. Meses después llegó Yifán. Pues bien, sobre Yifán iba la cosa. El sicólogo que trataba a su hijo desde hacía una década, había pronunciado un pequeño discurso en su consulta y cuando terminó dijo: «Y por eso tiene usted que decírselo a su madre».
—¿Y cómo se lo digo a tu madre? —mascullaba en voz alta Isaac.
No podía dejar de pensar en ello: «tener un amigo imaginario a los tres años no es muy raro, pero encontrarse en la quincena y seguir con el tal Krito, eso sí que es un problema».
Pichí, terry-cola, lucecita… Eso te pasa cuando se te ocurre contar en el colegio que tienes un amigo de otro mundo o que las personas son como velas que brillan un poco en la oscuridad. Yifán había aprendido a la fuerza a estar callado, incluso en casa, porque a su madre le costaba entenderlo. Al menos su padre siempre le escuchaba.
—Necesita salir más, cambiar de ambiente, conocer gente, viajar… —había dicho el facultativo.
«Puto loquero. ¿Y para llegar a esa conclusión hace falta una máster?», pensaba Isaac recordando la sesión
—Te llama Pedro —dijo el Núcleo del coche.
—¡McRae! ¡Qué pasa!
—¡Hola Pedrín! ¿Qué tal por Europa?
—Ginebra es una fiesta —ironizó.
—Oye, no me pillas bien, acabamos de salir del sicólogo, estoy con Yifán y… ¿Hablamos más tarde?
—¡Eh Yifán! ¿Qué le has hecho a tu padre, que se queja como un viejo?
—Jajaja. Hola Peter —Yifán se rió con Pedro, como siempre.
—Tú tranquilo. ¿Sabes qué?
—¿Qué? —subrayó Yifán con interés.
—Ayer me puse los calzoncillos del revés, tuve que ir al baño en la oficina y no me podía sacar la cola: casi me meo encima.
—¡Papá! ¡Está loco!
—Loco es poco, hijo. Anda, déjame un momento, tengo que hablar con él.
—¡Pero papá! ¡Peter!… Ni caso —dijo Yifán frustrado.
El coche había pasado la conversación al Nodo neural de Isaac, que ya estaba centrado por completo en Pedro.
—¿Otra vez Krito? —preguntó.
—Sí.
—Oye, no es que quiera meterme donde no me llaman, pero ¿no es ya un poco mayor para eso?
—Pues sí… no sé. El caso es que a veces me cuenta unas cosas que parecen tan reales… —dijo Isaac.
—¡Oye!, ¿vas a decirme ahora que tú también te lo crees?
—A ver, Peter, que no es eso. Lo que digo es que Yifán no tiene por costumbre mentir y tanto tiempo con lo mismo hace que dude. Yo…, ¿puedo contarte algo? Pero no se lo digas a nadie.
—¿Qué? —le animó Peter.
—Lleva un diario.
—¿Desde cuándo?
—Desde los ocho años. Ha escrito todo lo que ha visto en sus sueños.
—Dime que no lo has leído, por favor.
—Pues lo he leído.
—¡Hombre, no! Eres un cabrón. ¿Por qué no os dejáis de chorradas de sicólogo? Yo a los quince me agarraba a las almohadas y las invitaba a salir. ¿Qué opina la loba? —quiso saber Peter, que se refería a Danielle.
—Pues de eso tengo que hablar con ella.
—Si no se lo has dicho aún, prepárate.
—Venga Pedro, que no es broma, estoy bastante preocupado y se me juntan las dos cosas.
—¿Cuálas?
—Pues que con la conferencia del CERN (Organización Europea para la Investigación Nuclear), y los quince días que estaremos en Europa, habíamos pensado dejar al niño con sus primos aquí y ahora resulta que esa no parece ser la mejor opción, según el sacacuartos.
—¿El… quién?
—El sicólogo.
—¿Por qué no os lo traéis? Le buscamos un campamento y lo abandonamos a su suerte las dos semanas del congreso.
—Bueno, ya veremos. Cambiando de tema, ¿por qué has llamado?
—Ah, sí, se trata de la ampliación del presupuesto —dijo Pedro con poco entusiasmo—. Es más de un dos por ciento.
—¡Joder! Entonces hay que votarlo.
—Sí.
—¿Cuántos científicos votan?
—Unos diez millones. Todos los que tienen alguna vinculación con el proyecto.
—Yo lo que no entiendo es como hemos llegado a este punto. ¿Qué pasa con los suministros?
—Las fuentes de caoleno se agotan y siempre hará falta más tiempo y dinero para encontrar otros filones.
—Oye, te dejo, que estamos girando en Ponce de León.
—Da recuerdos —dijo Peter.
—De tus partes.
—Gracias, no. Me gustaría conservarlas. Chao.
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