02 El basilisco volvió de Überlingen a palacio (1)

«Tiempo atrás fue gorda pero ahora, los ojos, cegados por el brillo de la arena y endulzados por el turquesa seductor del mar, se le salían de las órbitas. Siempre que levantaba la vista desde la hamaca, se asomaba al paraíso: ¿pechos?, en primer plano, turgentísimos, de pezones atornillados bajo la tela del bikini. ¿Tripa?, inexistente. Más abajo la punta del tanga, después las dos rodillas y al final de los pies, los dedos, por supuesto.

—¡Qué buena está usted para ser tan temprano! —le dijo el camarero, que se materializó a su lado con un margarita doble.

—¡Anda, que no tienes pelos en la lengua! —contestó ella desde la hamaca.

—Pues será porque usted no quiere… —replicó él, devorando con la mirada su entrepierna.

Y con esta frase tan fina la conquistó.

Rica, guapa, delgada… ¿Se puede pedir más?

La playa privada del Hilton Cayman formaba parte de uno de los complejos de vacaciones mas lujosos del planeta. Allí, bajo el sol abrasador, el margarita estaba bien sabroso y los días cundían más. Toda una vida anterior sin vacaciones había conseguido hermanarla con Nosferatu, pero aquello había quedado atrás.

Ahora un camarero joven la llamaba desde el agua. Hedda lo escaneó: crujiente de abdominales en estómago convexo sobre cama de pectorales rellenos. ¿Y de postre? microbañador: el fardagüevos. Era normal que se interesara por ella, pero es que no paraba de llamarla: ¡Hedda! ¡Eh! ¡Hedda…! Llamaba sin parar…»

—¡…da! ¡Hedda! Señora Rand ¡Despierte!

Hedda abrió los ojos y descubrió que no había playa, ni lascivia, ni músculos, ni efebo, que no era rica ni doncella sino el ama de llaves de la Mainau en su día libre, ¡y la estaban despertando! El sol había cambiado su calor salvaje por un resplandor minúsculo, la piel de Hedda retomó su parentesco transilvánico y su cuerpo, que había mermado un palmo, recuperó en un momento los 87 kilos de carne que, en realidad, nunca se habían marchado. Albert, el mayordomo, se encontraba junto a su cama con el rostro descompuesto…

—¡Un momento, un momento, Núcleo! —interrumpió Bea—. ¿Es un sueño? ¿Estás contando algo que soñó alguien?

—Pues sí, así es como lo cuento —replicó la IA.

—¿Pero es que has perdido el seso? ¿Cómo vas tú a saber…?

—Bez: os voy a contar una historia que abarca un par de décadas, así que deja que os lo cuente como lo hubieran contado las «yayas», que tienen más experiencia en esto.

—Pero…

—Porque, digo yo, que tendré que novelarlo un poco —continuó Núcleo—. ¡Di-go yo! —repitió con retintín.

—No hagas caso Núcleo —interrumpió Carlo. Bez puso los ojos en blanco y acto seguido recibió un manotazo de su novio, acompañado de una mirada con traducción simultánea: «si abres la boca te mato».

Núcleo continuó:

—¡Por dios, Albert, casi me da un infarto! —dijo el ama de llaves.

—¡No está!

—¿Quién?

—La señorita.

—¿Qué señorita?

—¡La señorita Julia! La he..he buscado en la s… s… sala de juegos —balbució Albert—, eeeen la de música, e en todos y cada uno de e los rincones de la casa y en los jardines aledañ, ññ, os ¡puf!. La condesita se quitó su Nodo y lo-ee-e dejó sobre la mesilla. El Núcleo dice que no ha abandonado la Mainau, pero no sabemos más. Pregunté-e eea los Nanos jardineros si alguien se había dirigido a ellos pero, oome, oo, me contestaron que nn-nnnn….ooo!

Hedda contuvo la respiración desde la «n» hasta la «o», luego saltó de la cama sin cubrirse. Estaba descalza y olvidó meter los pies en las babuchas, algo que en ese momento carecía de importancia.

—¿Y tú qué miras? ¿Nunca has visto a una mujer desnuda?

—Pues no como usted, la verdad, noo-ooo… ¡oh!

—¡Fuera de mi habitación! —ordenó el ama de llaves.

Hedda cogió sus ropas y desapareció tras la puerta del baño. Albert dio un respingo al escuchar el portazo.

—¡Por dios que está rolliza y desconoce el significado de la palabra rasurado! —reflexionó el mayordomo.

Una vez dentro del cuarto de baño, Hedda se tranquilizó. Miró por la ventana los jardines nevados mientras intentaba ordenar sus pensamientos.

—¿A dónde habría ido Julia? ¿Y por qué lo habrá hecho? —se preguntaba en voz alta. Luego abrió el grifo sin fijarse en lo que hacía. Si le había pasado algo… no quería ni pensarlo. El espejo terminó su habitual chequeo: «la tensión un poco alta. Salud ok. Recomiendo reposo»—. Anda que… —masculló Hedda en voz alta. El espejo también le informó de que Thomas había salido hacía unas horas y estaba ilocalizable.

—Bien…, ¡cálmate! —se dijo la mujer.

Una niña no podía desvanecerse sin motivo de la noche a la mañana de modo que apuró el aseo, se vistió con ropa de abrigo y recomponiendo sus pensamientos se lanzó escaleras abajo. Pidió a Núcleo que avisara a todos: buscarían por separado. De poco serviría llamar a Julia si ella no quería ser encontrada, pero ¿y si estaba herida?, ¿y si no podía gritar? Hedda sabía que Núcleo vigilaba la casa, actividad de la que únicamente respondía ante el conde, así que sería inútil preguntarle.

Cuando bajó al recibidor encontró a Albert junto con el resto del servicio.

—Albert, ¿te fijaste esta mañana si había huellas en la nieve?

—Sí, las que llevfffabannn al invernadero pasaban por delante de la capilla. Las demás son nuestras po.o.orque estuvimos buscando a la señorita un rato aaa…aaa antes de avisarle a usted. Como hoy es su día libre…

El mayordomo no había terminado de hablar, cuando un joven empleado irrumpió en el recibidor con el ímpetu de un miura sobre el coso y visiblemente afectado. Albert sufrió una conmoción cuando el chico se detuvo sobre la alfombra sin quitarse antes la nieve de las botas. El muchacho, que no podía dejar de jadear y tuvo que apoyar las manos en las rodillas para recuperar el resuello, contó con un fuerte acento francés, que se dirigía esa mañana al mercado navideño de Constanza cuando encontró junto a la cruz sueca el chasis vacío de un coche al que le faltaba todo lo demás comme si c’était un escargot, y sorbió gesticulando con la mano. El pobre intentó contactar con Hedda, pero recordó que era su día libre. Sin saber qué hacer, llamó al conde, pero Núcleo se lo impidió, así que decidió que lo mejor sería avisar a la policía.

¿La cara de Hedda?: Impasible.

¿Su mente?: «El Grito» de Munch.

*Imperia

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