01 La rata en Constanza (1)

Aquel jueves frío y luminoso de diciembre parecía un día cualquiera.

Lo parecía, pero no lo era.

A vista de zepelín —continuó Núcleo—, la carretera que bordeaba el lago Constanza serpenteaba entre los campos nevados como el trazo de un lápiz sobre el papel. Solo la recorría un vehículo, que circulaba en dirección a la Mainau, una isla que se encuentra junto a la orilla occidental del lago. El coche, que conocía los gustos de su ocupante, reproducía los coros a seis voces del Officium Defunctorum: en el interior de la berlina marrón todo era Tomás Luis de Victoria…

A Louise, la pasajera, se le estaba haciendo eterno el trayecto desde el aeropuerto de Friedrichshafen hasta la Mainau porque no había podido dejar de pensar ni un momento en su hija y ahora, el vehículo, que debía llevarla directamente a la casa condal, se había detenido justo al borde del lago, frente al puente que une las dos orillas junto a la Cruz de los Suecos, el calvario de bronce robado durante la Guerra de los Treinta Años que los Caballeros de la Orden Teutónica abandonaron allí cuando huían del ataque de los suizos.

Un cuervo que pasaba cerca decidió hacer un alto allí. Negro, desafiante, como si el conjunto de todo lo que abarcaba la vista le perteneciera, se posó junto al INRI, en el punto más alto de la cruz. El ave giro la cabeza a un lado, luego al otro y finalmente miró hacia el coche.

—«¡Qué!» —graznó.

Al otro lado del puente, más allá de la maleza rebelde y de los jardines congelados, la isla desaparecía de la vista camuflada bajo un manto blanco en donde el calvario y el cuervo eran las notas discordantes que devolverían a una Louise distraída a la realidad. «¿Por qué hemos parado?», se preguntó.

Su suegro Thomas, el conde Bernadotte, tenía debilidad por la colección de coches de la casa pero no quería que ninguno fuera tratado como una pieza de museo, sino que todos se utilizaran. Él había consentido modificaciones relativas a la energía, la propulsión y la seguridad, pero había mantenido los diseños originales en los vehículos más antiguos. Por eso, cuando Louise giró la cabeza para dar instrucciones al Núcleo del coche, se sorprendió al ver su reflejo distorsionado en el cristal opaco que descendía lentamente, y que hasta ese momento la había mantenido aislada del compartimento del conductor.

Raus, aus dem Auto! —dijo el chófer.

«¿Cómo?», pensó Louise y negó con la cabeza. Era incapaz de moverse aunque su mente volara sin descanso. ¡Tantas cosas, todas tan importantes…!

Recordó que había salido apresuradamente del avión y había entrado en el coche. Ya en marcha, repasó los archivos, intentó tranquilizarse, pensó en su hija… Se había creído sola y a salvo en el vehículo puesto que no había detectado presencia alguna y Louise nunca hubiera imaginado la existencia de algo así: ¡la mente de aquel hombre estaba vacía! Había cometido un error y supo que ese error estaba a punto de costarle la vida. Por eso se esforzó en recordar qué había ocurrido a lo largo del día anterior… Y sus recuerdos la llevaron junto a la Torre Blanca, en pleno centro financiero de Londres, al 1 de Seething Ln, al edificio cuya puerta de acceso está coronada por un arco de piedra con tres calaveras, unas oficinas que hervían de actividad desde la tarde anterior, cuando se recibió y se analizó la información procedente de Milán.

Mas tarde había encargado a su secretaria Nina que preparara un vuelo urgente hasta Friedrichshafen: había decidido recoger a su hija Julia, que estaba en la Mainau con su abuelo, para traerla de vuelta a Londres después de haber aclarado ciertos temas con él.

Susurros en los pasillos, tazas de té hirviendo, breves y tensas llamadas mediante enlaces seguros… Nina le trajo un calmante junto con un sándwich que engulló casi sin masticar; estaban esperándola.

—¿Otra vez la pierna?

—Sí. Tengo que sacarme como sea esta espuma de titanio.

—¿No será algo sicológico? Siempre te duele cuando estás tensa.

—Pues no lo sé, Nina, pero llega un momento en que me cuesta concentrarme. Da igual. ¿Avisaste a mi suegro?

—Thomas estará en la Mainau a las 13:15h.

—¡Pero, llegaré bastante antes! Bueno, ¡mejor! ¿Alguien más sabe que voy? —dijo Louise.

—No.

—¿Seguro? —y como Nina encogió los hombros, añadió—: perdona Nina, estoy muy nerviosa.

—Ya.

Nina salió mientras Louise, que la seguía, era interpelada a gritos por el director de internacional que se asomaba desde la galería.

—¡Louise! ¿Sé puede saber adónde vas?

—A las oficinas de la compañía en Gatwick: tengo que enviar la valija y luego resolver unos asuntos en la ciudad.

—¡Qué la lleve Frank!

—No, ya voy yo. Tengo que asegurarme —gritó.

* El calvario de la Mainau

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